En días recientes, los medios de comunicación han difundido noticias sobre el proyecto de NOM-199-SCFI-2015 que ha causado alarma y rechazo entre productores y aficionados del mezcal artesanal. Este proyecto de norma oficial mexicana es el intento más reciente del lobby tequilero –industria dominada por compañías trasnacionales– con el apoyo de la Secretaría de Economía, de apropiarse de las palabras mezcal y agave y dejar en la ilegalidad a los pequeños productores. De aprobarse, los productores de mezcal (nombre que históricamente se ha dado a las bebidas destiladas de agave) que no cuenten con la venia de los consejos reguladores del tequila, mezcal o bacanora se verán obligados a llamar “komil” a su producto.

Del contexto que ha dado pie de forma recurrente a este intento de apropiación hay dos componentes principales. Por un lado está el impresionante éxito que ha tenido la industria del tequila que fomenta que otras agroindustrias intenten seguir su ejemplo. Por el otro, está la legislación mexicana en materia de denominaciones de origen que en lugar de empoderar a la diversidad biocultural de méxico, favorece procesos de homogeneización que deterioran a dicha diversidad.

Originalmente el tequila era una bebida tapatía eminentemente rural expendida a orillas de carretera en Tequila y algunas poblaciones de los Altos de Jalisco. Su reconocimiento internacional era marginal y acotado casi exclusivamente a las películas de Pedro Infante y a las camisetas para springbreaker que se se venden en las playas. Cuando la Denominación de Origen del tequila se publicó en la década de los setenta se produjo un aumento gradual de la producción de tequila. Y cuando Estados Unidos aceptó a cabalidad la denominación, más o menos con la firma del TLCAN, que la producción aumentó de forma exponencial hasta los actuales 250 millones de litros de tequila que se destilan cada año.

La derrama económica del tequila no tiene comparación con ninguna otra agroindustria nacional (legal) y se ha convertido en el estándar al que muchas aspiran. Y es que gracias al éxito del tequila ha mejorado la calidad de vida y se ha diversificado la economía de los municipios tequileros. Por ejemplo,  el tequila es responsable de la industria turística que sostiene a uno de los dos trenes para pasajeros que sobreviven en México. En vista de su éxito económico compañías trasnacionales compraron a las principales compañías tequileras y anticipan lucrar con la creciente popularidad del mezcal. Su capacidad económica es tal que le apuestan a imponer las reglas del juego (¡para la elaboración de productos tradicionales mexicanos!) y promueven con vigor una agenda internacional de estandarización.

La estandarización en sí no es mala. Al contrario, es razonable y deseable sobre todo para un producto de distribución masiva e internacional. Después de todo, el consumo de bebidas mal destiladas puede causar daños irreversibles a la salud. Es razonable y es deseable, pero no a costa del patrimonio biocultural de México. En ese proceso de estandarización los cabilderos del Big Tequila se han apropiado de las palabras tequila, mezcal y bacanora. Efectivamente, a menos que cuente con el beneplácito del consejo regulador, un productor de bacanora, mezcal o tequila debe llamar a su producto “destilado de agave” porque es ilegal darle el nombre tradicional.

La legislación mexicana en materia de denominaciones de origen es otra parte del problema. En este país tan diverso en recursos genéticos, en culturas y en gastronomía, es muy desconcertante que solamente existan catorce denominaciones: cinco bebidas alcohólicas, seis cultivos y tres artesanías. El contraste con los países europeos es vergonzoso. Allá, sin tanta diversidad, cada región cuenta con denominaciones de origen para sus alcoholes y sus quesos. La diferencia se debe a que el proceso que debe seguirse para declarar una denominación de origen en México es largo, tortuoso y muy caro. Incluye estandarizar el proceso de producción y convencer a todos los productores de acatar el estándar para que, al final de un intenso cabildeo, el Gobierno Federal, a través de la Secretaría de Economía, sea el dueño de la Denominación de Origen.  Una vez lograda la declaración de Denominación de Origen, los productores podrán rotular sus productos únicamente si así lo autoriza el consejo regulador respectivo, después de otra serie de pasos que implican tiempo y costo para los productores sin la garantía del retorno económico.

Un ejemplo que ilustra lo difícil del proceso es el del mezcal michoacano. En noviembre de 2012, una de las últimas acciones del presidente Calderón fue ampliar la denominación de origen a algunos municipios de este estado. Casi cuatro años después hay muy pocos mezcales certificados. De hecho este autor conoce solo dos: uno es un mezcal de un señor “de la sierra”, cuyos productores certificaron un lote celebrando la ampliación de la denominación de origen, pero el proceso fue tan caro y poco amigable, que optaron por no seguir certificando su mezcal. Así, las botellas de su mezcal hora están rotuladas con el nombre de “destilado de agave”. El otro mezcal certificado es la “perla” de un municipio al sureste de Morelia que según entiendo está en proceso de entrar al circuito internacional. El resto de los mezcales michoacanos se venden a granel o en botellas que dicen “destilado de agave”. Si la NOM-199 prospera, deberemos llamarles komil.

Mientras los instrumentos y procesos de protección de agroindustrias tradicionales, como la del mezcal y la charanda, estén diseñados para beneficiar a los grandes jugadores, México seguirá siendo campo fértil para que esos capitales muevan el juego a su favor. La consecuencia será siempre una lamentable reducción de nuestra diversidad biocultural con la consecuente extinción de formas de vida tradicional.

(Publicado con el título equivocado en Capital Michoacán)