La semana pasada repasamos brevemente una versión del origen de la agricultura y señalamos la peculiaridad de que las regiones que más se aplicaron en la domesticación de especies útiles no suelen ser las culturas que más se beneficien. Un buen ejemplo es el maíz: se domesticó en Mesoamérica –muy probablemente en la región del Balsas en Michoacán– y distintos pueblos mexicanos y peruanos desarrollaron numerosas variedades. Sin embargo, el principal productor de maíz y sus subproductos es Estados Unidos. Otro ejemplo nacional es la industria del tequila que comenzó como una actividad rural muy marginal en el Estado de Jalisco y ahora es una industria dominada por compañías trasnacionales.
Entonces, ¿qué es lo que impide que cosechen los beneficios esas culturas y regiones que domesticaron a las especies útiles, permitiendo que esas manadas nómadas de humanos se volvieran sedentarias? Como sugerimos la semana pasada hay dos causas que tienen sentido desde las ciencias ambientales.
La primera causa es biológica, o más bien ecológica y evolutiva para ser más formales. Así como desde Africa ­—donde evolucionó nuestra especie— surgen a cada rato nuevas enfermedades fulminantes para los humanos, ebido a que el proceso de domesticación (y de evolución de especies en general) es bastante lento, las plagas, enfermedades y depredadores de una especie en particular generalmente evolucionan de manera simultánea con éstas en una especie de carrera armamentista. Por eso es que una planta originaria de lo que ahora conocemos como México siempre será más vulnerable a enfermedades y plagas en nuestro territorio que en otros lados donde no se encuentren sus enemigos naturales (algo similar pasa con las llamadas especies invasoras, cuyo éxito ecológico a veces es el reflejo de la falta de enemigos naturales en los lugares donde se establecen; en Sudáfrica y Australia existen numerosos ejemplos de estas invasiones de magnitudes catastróficas).
La segunda respuesta –aunque no es la explicación favorita de economistas como Jeffrey Sachs, porque suena a determinismo ambiental y vulnera nuestra creencia de que los humanos tenemos el potencial para lograr lo que se nos ocurra– la proporciona Jared Diamond, profesor de la Universidad de California, Los Ángeles, quien en su libro Guns, germs, and steel propone que la predominancia cultural y militar que han logrado las culturas europeas y, recientemente, estadounidense se debe más que nada a la geografía. Básicamente, como esos continentes tienen gran extensión territorial de este a oeste, el clima es bastante estable en cualquier parte, lo cual permitió que los pobladores se extendieran hacia otros territorios sin tener que domesticar nuevas especies. En cambio, para desplazarse latitudinalmente (de norte a sur; recordemos que hace más frío conforme nos alejamos del ecuador), como en Africa o en Latinoamérica, cuyas masas continentales son más alargadas que anchas, los cambios de temperatura frenarían la rápida invasión de territorios y forzarían a la domesticación de nuevas especies. Por eso, dice Diamond, los europeos fueron muy hábiles para adoptar tecnologías (la agricultura de Africa y diversas artes de guerra del Lejano Oriente)… hasta que les cayó la Edad Media.