La próxima semana entrará en vigor en el país una nueva ley que controlará la venta de antibióticos. Estará prohibido que nos los vendan sin receta. Esto tiene sus desventajas, porque ya no podremos ir a la farmacia a comprar la medicina que recomendaron en el programa de radio favorito ni acudir con el encargado del mostrador de la farmacia del doctor Simi a preguntar qué es bueno para el mal que nos aqueje. El trámite de gestionar la salud será más engorroso y, en algunos casos, más costoso porque habrá que pagar al médico. (Suena como si fuera malo, pero lo pongo así sólo por efecto dramático).

Sin embargo, desde el punto de vista de beneficios a la población, la medida es bastante buena. Por un lado, se reducirán los perjuicios directos a la salud de quienes se automedican—no he sabido de caso alguno, pero supongo que habrá cierta incidencia de intoxicaciones por penicilina y reacciones alérgicas a otros medicamentos. Por el otro lado, el más importante, es que entrará en función cierto control que de seguro reducirá el uso indiscriminado de antibióticos que fomenta la evolución de bacterias resistentes.

El proceso es muy fácil de explicar, tanto que hasta el cardenal de Guadalajara debería ser capaz de entenderlo. Bajo el análogo biológico de “lo que no te mata te hace más fuerte”, se mueren los bichos más débiles. Si no se toma uno el tratamiento completo, lo combina con alcohol o se toma en dosis demasiado bajas, quedan algunas bacterias vivas. El proceso se puede repetir, incluyendo en distintas personas, hasta que la especie de bacteria específica ya es resistente al antibiótico y hay que echar mano de drogas más potentes. Esto es evolución.

Pues bien, este tipo de carreras armamentistas ocurren a lo largo y ancho de la naturaleza. Por ejemplo, en agricultura es una práctica convencional el echar mano de insecticidas para combatir chapulines, orugas y otras plagas que compiten con nosotros por las cosechas. Después de cierto número de ciclos los bichos pueden presentar resistencia al pesticida. Lo mismo ocurre con las malezas. Uno de los herbicidas más utilizados en nuestro tiempo es el glifosato—algunos recordarán que fue lo que usaron durante un tiempo para dizque controlar al lirio en el lago de Chapala—y cada vez se detectan nuevas malezas que son resistentes a este veneno. Esto es particularmente grave en los cultivos de soya transgénica, por ejemplo, en Argentina. Ahí se siembran cultivares que son resistentes al glifosato para que cuando el cultivo sea rociado sólo sobreviva la planta de interés. Sin embargo, si se desarrollan malezas resistentes, éstas pueden competir con la soya por el agua, la luz o los nutrientes y reducir el rendimiento del cultivo.

En fin, regresando al tema de nuestra discusión de hoy, considero como muy acertada la nueva medida de controlar la venta de antibióticos. A lo mejor les sirvió de inspiración el control que hubo sobre los antivirales durante la contingencia de la influenza A -H- NFL, como le dice Elba Esther, en la que por razones similares, amen de la escasés del tamiflú, se restringió mucho su distribución. Creo que con esta medida los únicos perjudicados potenciales son las grandes compañías farmacéuticas que dejarán de percibir ingresos por la venta “lírica” de sus productos. Y esto no es necesariamente malo, como lo discutiremos en otra ocasión.