Según los calendarios litúrgicos de casi todas las religiones cristianas, esta semana será de penitencia y reflexión. Para quienes no tenemos cable, esto es especialmente cierto porque nuevamente estaremos sometidos a esas historias melosas con acento ibérico mal imitado y con fondo sonoro lleno de estática como de disco de acetato medio rayado. Y como si no fuera castigo suficiente el que nos quiten la entrega semanal de El Santo y Blue Demon (podrían pasar esa en la que combaten al malvado Conejo de Pascua), además de Marcelino, Pan y Vino y Ben-Hur, seguramente las televisoras transmitirán la película de Mel Gibson que hace que página de nota roja parezca las caricaturas dominicales. [A ver, por qué no mejor pasan The Last Temptation of Christ de Scorsese, Life of Brian de Monty Python, o ya de perdida, Dogma de Kevin Smith.]
De todas formas, como la tele se ve re-mal en mi casa, creo que más bien me voy a poner a leer. Los libros del neurólogo Andrew Newberg suenan especialmente pertinentes para estas fechas de guardar. Newberg, profesor asociado de la Universidad de Pensilvania, es experto en técnicas de mapeo de la actividad del cerebro. Su investigación científica se ha concentrado en el estudio del envejecimiento y de pacientes con demencia. Pero también ha estudiado la actividad cerebral en usuarios de terapias alternativas, como la acupuntura, y durante experiencias místico-religiosas, tema que le ha dado cierto estatus de celebridad y que actualmente recibe la mayor parte de su tiempo.
Newberg y colaboradores han medido la actividad cerebral de personas entrenadas para alcanzar estados comparables con la meditación profunda. Por ejemplo, en un estudio del 2001, publicado en Psychiatry Research – Neuroimaging, estos investigadores reclutaron a ocho budistas tibetanos muy experimentados en meditación. Tras hacer un escaneo inicial, dejaron que los budistas meditaran durante una hora. Después de dejar que los sujetos iniciaran su meditación durante 20 minutos, los investigadores les midieron la actividad cerebral durante media hora y les dieron 10 minutos más para que terminaran de hacer sus cosas. (Como trabajo con plantas, siempre me da miedo el tema de los sujetos humanos. Por alguna razón se me vienen a la mente imágenes de los investigadores muy similares a esa escena del El Silencio de los Inocentes cuando el villano tiene a la hija de la senadora en un pozo y, después de bajar la canastita con una cuerda, le sale con que “it rubs the lotion on its skin”.)
Encontraron actividad cerebral aumentada en regiones asociadas con la concentración y con el raciocinio. Esto es muy interesante porque estos investigadores han encontrado patrones de actividad cerebral similares en gente religiosa sin importar si se trata de monjas franciscanas en oración contemplativa o los ya mencionados budistas tibetanos. En sus tres libros de divulgación—The Mistical Mind: Probing the Biology of Religious Experience (1999), Why God Won’t Go Away: Brain Science and the Biology of Belief (2001) y Why We Believe What We Believe: Uncovering Our Biological Need for Meaning, Spirituality, and Truth (2006)—Newberg resume el conocimiento que se tiene en la actualidad sobre cómo percibe el cerebro las experiencias religiosas.
En una entrevista publicada en el 2001, cuando acababa de salir su segundo libro, el reportero cuestionó a Newberg, que a raíz de sus investigaciones habría dos explicaciones plausibles, “entonces, por favor aclare si dios es un invento del cerebro o si el cerebro está diseñado para captar a dios” A lo que el científico contesto que “Sí”. O sea que la demostración científica de su existencia, aunque se haya movido al terreno de las neurociencias, sigue todavía en la etapa de que “lo que sin pruebas se afirma, sin pruebas se niega” o como habríamos dicho la semana pasada, quod gratis affirmatur, gratis negatur. En mi opinión, esto es análogo a esa teoría sobre el origen extraterrestre de la vida, que le saca la vuelta al tema y nomás mueve la pregunta original hacia otros confines del universo.
Algo en lo que coinciden todos los sujetos de estudio involucrados es que cuando alcanzan sus estados místicos pierden la percepción del “yo” como algo discreto y distinto. Reportan que sienten como que se vuelven parte de un todo y, en algunos casos, perciben el estado no contemplativo como menos real que el otro. (¡Móchense!, dirían algunos.) Aparentemente, esto les pasa a los bebés. Al principio no distinguen entre ellos y los alrededores ya que la noción del “yo” y del “otro” se adquiere conforme madura el cerebro. Ya después el tema del “yo” se vuelve primordial, como en los niños de siete años y en algunos adultos con síndrome de Asperger (muy frecuente en la academia).
Mientras esta columna termina de madurar sus planes vacacionales y espera a que lleguen los libros de Newberg que ordenó por internet, invitamos a los lectores a visitar el blog en www.ecolibrios.com, para que compartan sus experiencias místicas o nos den su opinión sobre el dilema planteado por la investigación de Andrew Newberg sobre qué fue primero, el huevo (de pascua) o la paloma (del espíritu santo).