La semana pasada, aunque la noticia ya es vieja, me enteré del juicio que el Reino Unido lleva contra el inventor y vendedor de unos supuestos aparatos, llamados detectores moleculares, que compraron las policías y fuerzas armadas de México y de otros países para detectar todo tipo de sustancias, incluyendo drogas y explosivos.

Al parecer, El Universal también fue el primer medio que reveló que los “aparatos” estos no funcionan. Bastó un experimento muy simple y elegante ejecutado por el doctor Luis Mochán, investigador de la UNAM. Los resultados de la prueba fueron tan serios que hasta fueron requeridos por el gobierno inglés para ser utilizados en el juicio contra el estafador de las policías del mundo no desarrollado.
El numerito del detector molecular es de risa y de pena ajena. Cualquier estudiante de secundaria con un buen maestro de ciencia –de esos que no cierran el Senado ni acampan afuera de la Casa de Gobierno en Morelia, que dan sus clases y que además aprueban sus exámenes estandarizados– les hubiera podido decir que las varitas de encontrar agua y las tablas ouija no funcionan ni en Downton Abbey. ¿Qué sigue, aprovechar el regreso del PRI para exonerar a la Paca y nombrarla “Subsecretaria de Detección y Localizaciones”?
Supongo que es razonable esperar que las fuerza armadas y las policías cuenten con especialistas y con procesos de inteligencia muy bien estandarizados, sobre todo después de la profesionalización y los notabilísimos aumentos que sus presupuestos vivieron durante el sexenio pasado. Alguien involucrado en la compra de los “equipos” tendría que haber requerido una explicación detallada de la tecnología empleada y de los principios físicos y químicos del funcionamiento del detector molecular. Aunque, debido a las patentes y a la protección intelectual que suelen tener las nuevas tecnologías, el proveedor pudo haber argumentado que las entrañas del aparato estaban protegidas por algún secreto industrial. Sin embargo, lo que sí hubieran podido demandar los encargados de compras era una demostración bien hecha como la del experimento del doctor Mochán.
Varios de los colegas del trabajo coincidimos en que el gran error del “inventor” del detector molecular fue seguirlo vendiendo y no haberse retirado a tiempo en una isla sin tratados de extradición. Siguiendo con el chacoteo lamentamos que no se nos hubiera ocurrido esa idea. En lugar de estar desarrollando experimentos largos con controles y sometiendo los resultados a tratamientos estadísticos y a la evaluación por colegas, hubiéramos logrado el retiro adelantado con tan sólo una antena telescópica, un pivote, un tubo de PVC y tarjetas rotuladas con los nombres de sustancias de interés.
Ojalá que el asunto nada más diera para hacer chistes. Pero los sentimientos que quedan son de enojo y de preocupación. Enojo porque a final de cuentas los equipos se compraron con fondos públicos. Alguien tendría que ir a la cárcel por haber recomendado el dispendio que se hizo en estos dizque instrumentos que no sirven para nada y por haber puesto en ridículo a los secretarios de la Defensa, de Marina y de Seguridad y a las instituciones que encabezan. Además, conociendo cómo se dice que ocurren las licitaciones del gobierno en este país, alguien debería ser investigado y castigado por recomendar tecnologías que no sirven para nada. La preocupación surge porque hay gente que está en prisión porque por lo visto se aceptaron los dictámenes de operadores de los detectores moleculares. Eso es inaceptable. Así como recientemente liberaron a Caro Quintero por un detalle técnico en su proceso (entonces no se puede), seguramente pronto nos estaremos enterando de la cancelación de las condenas de varias personas (¡entonces sí se puede!). Por lo visto, la evidencia subjetiva que generaban el tehuacanazo y los toques eléctricos quedó en la obsolescencia y fue reemplazada por los datos duros de “lo que diga mi varita”, parafraseando al índice de un ex Jefe de Gobierno del DF.
Surgen por lo menos dos lecciones del escándalo del detector molecular y sería muy bueno que los tomadores de decisiones además tomaran nota:
1. Queda demostrado una vez más que el principio de autoridad no funciona en las cuestiones de la ciencia. Es irrelevante si el General Secretario o el señor Embajador ordenan al cabo o al becario que generen datos si la tecnología utilizada no funciona o, como en el caso del detector molecular, ni si quiera hay tal tecnología.
2. Esta podría ser el efecto del año que estuve en Harvard, pero yo veo señales clarísimas de que hay que ampliar la tecnocracia a ámbitos distintos a la economía y tener a más científicos en la política. Por ejemplo, los físicos de la atmósfera o los biólogos deberían estar dirigiendo el INECC y los químicos las agencias que tengan que ver con la detección de sustancias. Los economistas y politólogos del ITAM que son quienes despachan en diversos ámbitos gubernamentales son muy buenos en sus áreas y están entrenados para tomar decisiones bajo presión, pero por su entrenamiento son susceptibles de ser chamaqueados. Ni hablar, en cosas que tienen que ver con la ciencia el que sabe sabe.
Mientras México no se tome en serio la urgencia y la utilidad de desarrollar una cultura y un pensamiento científicos generalizados, de invertir en ciencia y en mejorar la educación, seguiremos siendo el país con más exorcismos y exportador de joyas televisivas como las novelas de Thalía, el Chavo y la Familia del Barrio, en vez de un país con más patentes, más doctores y mejores niveles de desarrollo humano.